sábado, octubre 07, 2006

Somos la palabra

La negación a la que hemos estado sometidas se manifiesta con un grito imperceptible en la forma de utilizar el lenguaje.

Sabemos que el lenguaje hablado determina nuestro pensamiento y éste nuestro actuar en el mundo.

Detenernos y analizar las palabras que utilizamos cuando hablamos de nosotras es imperativo para detectar los procesos mentales de dominación. Desde que se impuso el patriarcado y se separó de tajo a la humanidad, la palabra escrita y hablada fue manipulada para ir cambiando los procesos mentales y culturales de mujeres y hombres. Vimos como en los mitos fueron cambiando la historia y cómo a través del diseño de las religiones se injertó el absolutismo androcrático en cuerpos y mentes. Un poder inoculado profundamente, alojado en oscuros resquicios de nuestro cerebro, de nuestra visión del mundo, de nuestra cotidianeidad. Es cierto que esto se rompe, que conciencia y memoria traen luz. Y es por eso que el uso del lenguaje se convierte en nuestra arma. No son solo las ideas, las teorías, los testimonios, es el detenernos frente a las sencillas palabras de todos los días que por cotidianas se escabullen y siguen deteniendo ciertas partes esenciales del proceso de liberación.

Este es un llamado a todas (y a todos) para parar el mundo opresivo y desapercibido del lenguaje: un llamado a sabernos mujeres con todo el cuerpo, sus corrientes electromagnéticas, sus fluidos, sus sicotrones. A romper el esquema impuesto de que la humanidad es el hombre y que en esas dos palabras se puede y es lícito englobar a todas, a todos, los que malvivimos el planeta.


Para dejar, en fin, de negar nuestra propia existencia y decir yo soy UNA. Es decir NOSOTRAS, es decir HUMANIDAD, decir SER HUMANA. Es decir DIOSA. Es alterar en definitiva todas las cadenas mentales que nos unen sutilmente a lo que la conciencia rechaza.

Encontrar nuevas palabras que denominen –por ejemplo- lo que nos hace felices y nos dan placer, lo que nos disgusta. Utilizar los vocablos madre y padre de manera distinta. Saber que UNA MADRE no es una chingadera y que lo que es padre no necesariamente es maravilloso. Entender de una vez por todas que chingar a nuestra madre es, en definitiva, una verdad histórica y que debe ser abolida si queremos sobrevivir como especie.

Detenernos y analizar lo que decimos, cómo lo decimos, cómo nos hablamos y cómo nos referimos a nosotras mismas. Descubrir también, y especialmente, ese poder.

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