Según datos publicados por este mismo diario, en la Argentina de 2007 la cosecha de soja transgénica llegó a los 47 millones de toneladas y abarcó 16,6 millones de hectáreas, rociadas con 165 millones de litros de glifosato. Los agronegocios basados en la soja transgénica desalojaron, en los últimos diez años, a 300.000 familias de campesinos e indígenas que fueron a engrosar los contingentes de las nuevas Villas Miseria. Un número aún indeterminado de peones perdió su trabajo, y su sueldito de hambre, porque el cultivo de la soja no requiere de muchos brazos. El avance de la soja obligó a desmontar 1.108.669 hectáreas de bosques en cuatro años, con el consiguiente empobrecimiento de la tierra en poco tiempo más. Las compañías que se han beneficiado con el negocio sojero son, por supuesto, Monsanto, pero además Dupont, Syngenta, Bayer, Nidera, Cargill, Bunge, Dreyfus, Dow y Basf, entre otras. Mientras tanto, las malformaciones de fetos, los abortos espontáneos, el aumento del cáncer en vastas zonas de nuestro país, y la aridez inexorable para dichas zonas, no regadas con lo mismo que en Vietnam pero casi, apenas si entran en las discusiones que nos agitan desde cien días atrás.
En el libro de Robin, el capítulo dedicado a la Argentina da frío en la espalda. Todo empezó con Menem a principios de los noventa, en medio de un coro de alabanzas oficiales y privadas a las biotecnologías que contribuirían a “ganar la guerra contra el hambre y a proteger el medio ambiente”(nota de la editora o sea yo: algún parecido con el discurso oficial?). Al principio, las “semillas mágicas”, vendidas muy baratas, a pagar después de la cosecha y fácilmente sembradas con siembra directa sobre los residuos de la anterior, tuvieron el efecto de un canto de sirenas. Frente a la crisis de 2001, el boom mundial de la soja transformó el oro verde en “refugio y motor de nuestra economía”. Algunos comenzaron a comprender, lo cual no garantizó la durabilidad de su inteligencia: “Asistimos a una expansión sin precedentes del agrobusiness en detrimento de la agricultura familiar”, se lamentaba en 2005 un Eduardo Buzzi entrevistado por la investigadora. Sin embargo, las ganancias alcanzaban cifras astronómicas y un programa de “Soja solidaria”, implementado en las villas, pretendió taparles la boca a los pocos aguafiestas que entendieron la trampa.
Hoy tampoco son muchos los que lo saben ni los que lo difunden: la aparición de biotipos que ya no son tolerantes al glifosato obliga a aumentar las dosis de herbicidas. Consecuencia (aparte de las muertes fetales precoces): disfuncionamientos de la tiroides, de los pulmones, de los riñones, malformaciones genitales en los varones, nenas de tres años que ya tienen la regla. “Un verdadero desastre sanitario”, según el doctor Darío Gianfelici, médico de un pueblito entrerriano que ve lo que sucede y que se anima a decírselo, por lo menos, a una francesa, felizmente dispuesta a meter sus narices donde nadie la llama. ¿Habrá previsto el doctor en 2005 que sus palabras nunca serían escuchadas tal como hoy lo son las de un comprovinciano suyo, autor de la mejor frase acuñada en la Argentina en lo que va del siglo, “las vacas morirán de pie”, y para quien, frente a las cámaras, pibe más, pibe menos que nazca enfermo no es un tema que importe?
¿Pero para quién lo es? De memoria sabemos que el productivismo frenético del campo acrecienta la hambruna y la desnutrición en los países pobres, provoca el éxodo rural, la desertificación, la destrucción de los ecosistemas, introduce enfermedades por ahora incurables en las plantas, los animales y los seres humanos, y produce una “contaminación genética” de consecuencias imprevisibles. Con todo, es necesario machacarlo: cuando los responsables políticos sienten la más olímpica indiferencia hacia la seguridad sanitaria de sus respectivas poblaciones, y cuando la investigación científica se ve obligada a venderse al poder privado, la organización mercantilista del mundo gana por varios tantos.
Por sentido de la equidad, y porque el enriquecimiento desorbitado de un puñado de gente me da dentera, desde el comienzo del conflicto he apoyado las tan cacareadas, baladas o mugidas retenciones; y no puedo menos que felicitarme de que con esa plata, la Presidenta se proponga construir hospitales. Sin embargo, tampoco puedo menos que acongojarme al comprobar que los dimes y diretes entre el Gobierno dizque bifronte, y los cuatro jinetes del Apocalipsis, reunidos al grito de mozo jinetazo ahijuna, no hayan tenido en cuenta que, si se sigue sembrando nuestra tierra con semilla transgénica y espolvoreándola con los pesticidas que son su media naranja, ni los nuevos hospitales darán abasto. Toda redistribución de la riqueza que no le imponga las más draconianas trabas legales a Monsanto y a la sojización del territorio sólo será otro modo, por cierto no exclusivamente argentino, de una sola y misma complicidad.
En el libro de Robin, el capítulo dedicado a la Argentina da frío en la espalda. Todo empezó con Menem a principios de los noventa, en medio de un coro de alabanzas oficiales y privadas a las biotecnologías que contribuirían a “ganar la guerra contra el hambre y a proteger el medio ambiente”(nota de la editora o sea yo: algún parecido con el discurso oficial?). Al principio, las “semillas mágicas”, vendidas muy baratas, a pagar después de la cosecha y fácilmente sembradas con siembra directa sobre los residuos de la anterior, tuvieron el efecto de un canto de sirenas. Frente a la crisis de 2001, el boom mundial de la soja transformó el oro verde en “refugio y motor de nuestra economía”. Algunos comenzaron a comprender, lo cual no garantizó la durabilidad de su inteligencia: “Asistimos a una expansión sin precedentes del agrobusiness en detrimento de la agricultura familiar”, se lamentaba en 2005 un Eduardo Buzzi entrevistado por la investigadora. Sin embargo, las ganancias alcanzaban cifras astronómicas y un programa de “Soja solidaria”, implementado en las villas, pretendió taparles la boca a los pocos aguafiestas que entendieron la trampa.
Hoy tampoco son muchos los que lo saben ni los que lo difunden: la aparición de biotipos que ya no son tolerantes al glifosato obliga a aumentar las dosis de herbicidas. Consecuencia (aparte de las muertes fetales precoces): disfuncionamientos de la tiroides, de los pulmones, de los riñones, malformaciones genitales en los varones, nenas de tres años que ya tienen la regla. “Un verdadero desastre sanitario”, según el doctor Darío Gianfelici, médico de un pueblito entrerriano que ve lo que sucede y que se anima a decírselo, por lo menos, a una francesa, felizmente dispuesta a meter sus narices donde nadie la llama. ¿Habrá previsto el doctor en 2005 que sus palabras nunca serían escuchadas tal como hoy lo son las de un comprovinciano suyo, autor de la mejor frase acuñada en la Argentina en lo que va del siglo, “las vacas morirán de pie”, y para quien, frente a las cámaras, pibe más, pibe menos que nazca enfermo no es un tema que importe?
¿Pero para quién lo es? De memoria sabemos que el productivismo frenético del campo acrecienta la hambruna y la desnutrición en los países pobres, provoca el éxodo rural, la desertificación, la destrucción de los ecosistemas, introduce enfermedades por ahora incurables en las plantas, los animales y los seres humanos, y produce una “contaminación genética” de consecuencias imprevisibles. Con todo, es necesario machacarlo: cuando los responsables políticos sienten la más olímpica indiferencia hacia la seguridad sanitaria de sus respectivas poblaciones, y cuando la investigación científica se ve obligada a venderse al poder privado, la organización mercantilista del mundo gana por varios tantos.
Por sentido de la equidad, y porque el enriquecimiento desorbitado de un puñado de gente me da dentera, desde el comienzo del conflicto he apoyado las tan cacareadas, baladas o mugidas retenciones; y no puedo menos que felicitarme de que con esa plata, la Presidenta se proponga construir hospitales. Sin embargo, tampoco puedo menos que acongojarme al comprobar que los dimes y diretes entre el Gobierno dizque bifronte, y los cuatro jinetes del Apocalipsis, reunidos al grito de mozo jinetazo ahijuna, no hayan tenido en cuenta que, si se sigue sembrando nuestra tierra con semilla transgénica y espolvoreándola con los pesticidas que son su media naranja, ni los nuevos hospitales darán abasto. Toda redistribución de la riqueza que no le imponga las más draconianas trabas legales a Monsanto y a la sojización del territorio sólo será otro modo, por cierto no exclusivamente argentino, de una sola y misma complicidad.
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