Noche cerrada. No era tarde, pero la estación del tren está en las afueras de este pequeño poblado, diseminado en el campo, entre el bosque, llamado Cecebre. Tenía unos minutos mientras llegaba el tren que me traería de regreso a Coruña y estaba sola.
Se paró el mundo. Fue en un segundo que la oscuridad profunda frente a mi dio paso al sol del farol del tren, a su pitido, y dentro de ese momento mágico me sentí como en esa bellísima película de Hayao Miyazaki que amo tanto, Mi Vecino Totoro. Y entonces no era el tren el que venía sino el gatobús...o eso hubiera deseado
me hubiera trepado gustosa y hubiese desaparecido en ese otro territorio de la fantasía, en medio del bosque, con el viento silbando, con esa sensación de vivir entre mundos en la que habito y que ahí, subida en ese vehículo de sueño, se haría creer que por fin me quedo en uno solo. Donde solo hay que seguir el camino y confiar. Donde basta con creer.
Cierto, también en éste funciona esa fórmula... seguir el camino y confiar. O como dice Guillermo portillo, apechugar. Pero confiando.
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